martes, 4 de enero de 2011

LEE EL PRINCIPIO DE LA NOVELA

Las Palomas, 26 de agosto, 1994 (Once de la mañana)

Querida Marta: No se me olvidó felicitarte por tu santo. Me acordé de ti. Mi único motivo es el haber estado bastante ocupada, y ya sabes que no me gusta escribirte por salir del paso. Sí, podría ponerte alguna excusa menos general que «he estado bastante ocupada», pero esa ha sido la verdad. Contigo no tengo que andar dándole vueltas a las cosas.
Necesitaba reposo para escribirte largo y tendido, ya que no has podido acercarte por aquí este verano. Desde la primavera, te tenía preparadas muchas horas para charlar y pasear, pero no ha podido ser. La verdad es que por mi parte tampoco he pasado el verano sosegado que planeé. Mi hija Maura se presentó con su señor marido y mis nietos, para dejármelos porque ellos (los padres) tenían que hacer no sé qué cosas de cursos o viajes de trabajo. Me hace gracia esta generación de feministas que se «liberan» a costa de nosotras las madres. Ellas tienen que «realizarse», pero a costa de otros. Como siempre pasa. Y encima me dice que estoy anticuada, que la culpa de que su padre sea un machista, la tengo yo; que no se me olvide que tengo cincuenta y ocho años y ella, treinta y dos. Buenos zarandeos que me mete con lo de la edad. Yo creo que es para justificar su mala conciencia.
También he estado ocupada con la preparación de las clases para el año que viene. El instituto se está adormeciendo de forma espantosa. Quiero cambiar el enfoque de algunos temas de literatura española actual. ¡Es tan insustancial todo lo que se está publicando! Se vende el nombre, pero de contenido, nada. Te contaré algo que me ocurrió a principios de mes. Fui al dentista. En la sala de espera, un hombre, muy en su papel, con sus gafitas a media nariz, su cuerda y su libro abierto... por la segunda página como más, y su dedito en el mentón, muy concentrado; pero con su camiseta, sus zapatillas -sin cordones-, y toda la pinta de veraneante que quiere ponerse al día en libros atrasados. Reparé en que de vez en cuando levantaba los ojos del libro, por encima de las gafas. Entonces me vino la sospecha de que no estaba leyendo, y observé si pasaba la página. Veinte minutos le conté, y nada; y lo que llevaría de antes. Luego, cansado, pasó la página, la marcó con la solapa del libro, y lo cerró; lió la cuerda, cuidadosamente, en las gafas, y éstas las guardó en su fundita de cuero nuevo, y la puso sobre el libro. No sé qué diría a los amigos que había leído.
Bueno, me estoy extendiendo en lo que no quería. Seguramente tengo que echar de alguna forma la bilis que he tragado estas semanas pasadas.
Perdóname un momento. Me reclaman asuntos de la casa. Es Remedios. Si no fuese por ella, mis problemas caseros serían un auténtico desastre.

(Seis de la tarde)
Ya sé que no te gusta esta forma mía de escribir cartas. Esta mañana me sentía muy triste. De pronto la soledad se me vino de golpe. Esa cosa que tantas veces deseo con verdadera urgencia, cuando se me echa, me deja como entontecida. Es una angustia aquí, en el centro, donde se une el alma con el cuerpo y todo se siente tan hondo. Desde la ventana veía un juguete olvidado de mis nietos; en la piscina aún iba y venía con la brisa, la pelota con la que hasta ayer tarde habían estado jugando. Y se me llenó la casa entera, el jardín y los paisajes con sus voces. Aún oigo sus risas y chapoteos en el agua. A quien más quiero es a mi niñita Lidia. ¡También la manía de los nombres que ahora les ponen! Pero a parte de eso, es un encanto. Se me sienta muy callada y me pide que le cuente un cuento. No le gusta que se los lea. El niño es más bruto. Ha resultado una extraña mezcla entre el padre y mi marido. Yo trato de que no se me note, pero en cuestión de maternidad es inevitable. Por lo menos a mí me pasa. Será que no tengo de verdad la veta de auténtica madre, pues pienso que si una persona quiere, el amor es para todos igual. ¡Qué le vamos a hacer! Creo que a las mujeres de nuestra generación nos obligaron a vivir una vida con la que no estábamos ya de acuerdo como estuvieron nuestras madres: la casa, el silencio, los hijos...
La marcha de mis nietos ha coincidido con un viaje de Mauro. No sé quién me mandó casarme con él. Pero a los veinticinco años una mujer ve las cosas muy distintas que a los cincuenta y ocho, o por lo menos se las hacen ver. Y más a nosotras, que nos llenaron la cabeza con vaciedades. Había que ver aquellas películas con las actrices, sus joyas, sus abrigos, su cutis de maquillaje. Ahora es igual. En el fondo siempre es igual. No nos preparan para ser personas, sino queridas de un tío rico, que nos utiliza para alardear ante sus amigos, cargándonos de joyas y trajes. Y tonta la que se crea otra cosa. Solamente cuando empezamos a perder nuestros atributos físico-sexuales es cuando nos acordamos de que somos personas y tenemos una inteligencia que cultivar. Yo, claro está, caí en lo de siempre. Cómo podía resistirme a Mauro, con su carrera, su familia. Lo veo en las fotos, y la verdad, por el físico seguro que no lo elegí. Hace dos días me dijo que tenía pendiente una conferencia y debía ir a la facultad a revisar unas fichas y buscar no sé qué bibliografía. El muy tonto se cree que no sé que anda con otra. No sé si es una alumna o la secretaria, pero que está liado, seguro. A mí me resulta patético. Se pone tan en su papel, con su pipa, su barbita, sus entradas, sus gafas, su pose de intelectual. Sólo se ve a través de su ego. ¡Cómo se infla cuando algún estudiante pendiente de la tesis le comenta que ha leído algo de él! Al pobre, con todo lo inteligente que se cree, se las dan todas en el mismo sitio. ¡Pues no son cucos los estudiantes! A saber lo que hará con su nuevo amor y lo que ella querrá conseguir de él. Desde luego, con un hombre de sesenta años poco podrá sacar, a no ser molestias de próstata, olor a rancio, caspa, gases, algún que otro tropiezo en la ducha, etc., que no te digo más, porque en el fondo me da pena por él y por mí. ¡Quién me metería en casarme! Y el mismo camino ha tomado mi hija Maura. ¡La muy tonta! Presume ante mí de liberada. Yo, al principio discutía, pues envidiaba a esa generación que lo había hecho mejor que nosotras. Pero eso es la apariencia. La realidad es que lo han hecho fatal. Se creen que están liberadas porque trabajan, pero a fin de cuentas están tan cogidas como nosotras: el trabajo, la casa, el marido, los niños, la presencia social. Y encima se meten a divorciarse, a buscarse otro hombre para empezar la rueda. No es el caso de Maura, pero no me extrañaría que fuese. ¡No paran! El trabajo, viajes, ir, venir... ¡Si eso es estar liberada!... Yo por eso me limito ahora a escucharla y a reírme por dentro. Sus reproches no son más que la rabia que la consume. ¡Pues no le queda aún que aguantar!
¡Ay, Marta, estoy triste! Todo el día lleva molestándome el estómago. Me viene al pecho como una burbuja de tristeza, que se me revienta y me rebosa. A veces necesitaría llorar, pero mi llanto es sólo por dentro.
Estoy pensando en terminar la carta. En realidad, estoy pensando en romperla y escribirte algo menos largo. Tengo la impresión de mandarte una carta divagante, quejándome de todo. La carta de una vieja. Bueno, no quiero dejarme llevar por la melancolía. Tal vez sea el atardecer. A veces deseo la soledad, pero la soledad puede ser una trampa y convertirse en dolor. No me hagas caso. Terminaré la carta y ya vendrá otra. Remedios me ha dicho que bajará al pueblo. Se la daré para que la eche. No me apetece ni andar; sólo quedarme frente al paisaje de mi ventana, como si no existiera el tiempo.
Adiós, Marta, seguiré otro día. Un abrazo como siempre.
Rosa